EDICIÓN 2021





 


Titulo: Arte Argentino en un Nuevo Mundo (Argentine Art in a New World)
Edición: Año 2021
Presentación: No se ha realizado presentación debido a la pandemia por COVID19.

Prólogo:

"Arte Argentino en un Nuevo Mundo"
El arte en su laberinto

En medio del oscuro panorama reinante en este infausto 2021, sometidos a las repetidas cuarentenas que destruyen la economía, ahogan los viajes y el turismo, y hunden a la ciudades en el silencio y la desolación, emprender la realización de este libro anual dedicado al arte argentino (la edición número veinticuatro en la ya larga serie publicada por Ediciones Institucionales) podría parecer una frivolidad que nos distrae del deber de cuidar la salud pública, pero es probable que ninguna actividad se preste tanto a la reclusión voluntaria como el solitario trabajo de pintores y escultores en el prolífico silencio del taller, donde las búsquedas espirituales se desarrollan al amparo de las fantasías, anhelos y temores que se agitan en el fondo de nuestra conciencia.
Otro aspecto positivo en la obligada retracción de las actividades sociales es el estímulo que ofrece a nuestro hábito de pensar y evaluar el escenario artístico, un ejercicio que nos lleva a conjeturar su evolución futura. Condicionada por estos días difíciles, la reflexión sobre la naturaleza del arte adquiere, en efecto, un rumbo específico: ¿cómo será el mundo del arte en la pospandemia? ¿Todo volverá a ser como era entonces, o los cambios en nuestra conducta y nuestro modo de relacionarnos, afectados por la debacle social y la creciente incertidumbre de la existencia, dejarán una huella profunda y permanente en el gusto artístico de nuestra época? Si tenemos en cuenta que la corriente central del arte contemporáneo se concibe a sí misma como la superación de todo lo hecho en el pasado y como un decidido avance hacia el porvenir, concluiremos que no se trata de una pregunta retórica, porque nuestra cándida confianza en el progreso permanente que nos reservaba el futuro (nacida a comienzos del siglo XX, cuando los prometedores y formidables avances de la ciencia y la tecnología inflaban la burbuja del optimismo) se tambalea bajo los efectos del silencioso y mortal asalto de la pandemia.
Puesta en cuestión la ilusoria nitidez que nos impedía ver el verdadero rostro del futuro, en general pintado de rosa como las nubes del amanecer, pero hoy repentinamente sombrío y cargado de amenazas, volvemos a percibir el añorado perfume de los paraísos perdidos, anteriores a la constante mutación que terminó por destruir la concepción del arte cultivada durante varios milenios.
El culto de lo nuevo por el solo hecho de ser nuevo, surgido como paradigma artístico a principios del siglo XX, creó la atmósfera cultural que imponía al artista, en tanto hijo de su época, atado a las condiciones de tiempo y lugar que modifican el espíritu de los procesos creativos, la obligación de hacer obras totalmente desvinculadas del pasado. Así nació el proceso de cambios y saltos permanentes hacia la desconocida maravilla encerrada entre las nieblas del futuro, un sueño sostenido por el exaltado optimismo que introdujo al mundo del arte en el olvido del noble origen que distingue a las grandes expresiones artísticas: el apasionado impulso de rebeldía ante la finitud, que nuestros remotos antepasados canalizaron en la invención de las religiones, la filosofía y el arte.
Si descartamos la ingenua pretensión de atribuir a las disciplinas artísticas el mismo avance lineal que se registra en la producción de automóviles y computadoras, y en consecuencia dejamos de valorarlo por su ubicación en el calendario (una actitud que podría conducir a pensar que Velázquez es superior a Leonardo, Monet superior a Velázquez, Malevitch superior a Monet y el último astro del arte conceptual superior a todos ellos), quedaremos en libertad de apreciarlo por su cercanía con la gran inquietud existencial que le dio origen, ligada a la búsqueda de expresión, belleza y trascendencia.
En los orígenes del tiempo humano, acicateados por el pensamiento de la muerte y el sueño de la vida eterna, nuestros remotos antepasados crearon los ensueños y talismanes que podrían tener un efecto benigno cuando nos llega la hora del inevitable naufragio, pero están lejos de asegurarnos la inmortalidad. Esa tenaz nostalgia de eternidad es la base del afán de trascendencia que alimentó las grandes obras de arte de las sucesivas generaciones, empeñadas en perpetuar la belleza y el drama de la existencia. Así nació la cordillera de picos elevados que nos aguarda en los grandes museos del mundo, cuyo verdadero origen no está en el ámbito exterior, sino en las profundidades de nuestro espíritu.
Ardua y ambiciosa, reservada a los seres mejor dotados por la naturaleza, la búsqueda de trascendencia fue el nudo esencial de la producción artística hasta la irrupción de Marcel Duchamp, provocador de la radical mutación que abolió la aspiración de eternidad y abrió el camino de la idea sin obra, premeditadamente efímera y dirigida a categorizar como arte los objetos comunes o a comentar los problemas del aquí y ahora al modo de una derivación del periodismo.
Las consideraciones mencionadas nos devuelven a la pregunta del comienzo: ¿Se prolongará después de la pandemia la situación del arte caracterizada por el culto de lo nuevo como valor en sí mismo, cuyo predominio en las grandes ferias y museos de arte contemporáneo marcó el tono de nuestra época?, ¿o cabrá esperar una vigencia más plena del paganismo artístico y la centralidad de las obras inspiradas en el afán de trascendencia? ¿Qué pueden esperar las generaciones pospandemia? ¿Verán emerger a los Goya, los Monet y los Botero del nuevo mundo del arte, productores de obras inteligibles y conmovedoras?, ¿o se verán asediadas, como hasta hoy, por las antiobras de los nuevos Duchamp y los pretenciosos o banales enunciados literarios catalogados como obras de arte? No lo sabemos, pero sí sabemos que ninguna circunstancia podrá privarnos del invalorable tesoro que, año tras año, atrae a muchos millones de personas, unidas por la más leal, desinteresada y profunda de las admiraciones: la inspirada por la siempre actual e inigualable dulzura de las Venus de Botticelli, el supremo encanto de las Vírgenes de Rafael, la vital intensidad de los autorretratos de Rembrandt o el imán de los radiantes amarillos de Van Gogh, símbolos, junto a los miles de legendarias maravillas atesoradas en los grandes museos del mundo, del triunfo del arte en la lucha por la trascendencia.
El presente perpetuo de las obras que atraviesan victoriosas las generaciones es el indiscutido y mayor tesoro del arte, siempre disponible para brindarnos la experiencia del goce estético, pero sus cumbres universalmente admiradas ocultan, sin embargo, un enigma que suele pasar inadvertido o que raramente ponemos bajo el lente de la reflexión: ¿es posible deducir el complejo cúmulo de factores que determinan, en medio de un océano de olvidos, la perdurable consagración de un creador? ¿Qué extraños nudos de la fortuna decidieron que autores mundialmente reconocidos en el campo de la pintura, como Gauguin, Van Gogh y Modigliani, o escritores tan justamente glorificados como Cervantes, Melville y Kafka, entre muchos otros, padecieran el injusto destino de vivir y morir en la miseria y el anonimato, convencidos de su irremediable fracaso? No es posible recorrer los trágicos claroscuros de sus vidas, signadas por la cruel paradoja del triunfo póstumo, sin sentir una mezcla de rabia y compasión, resumida en el imposible deseo de rehacer el pasado para concederles, en vida, el éxito que vanamente ambicionaron.       
Más allá de las fallas de personalidad, la ausencia de carisma y la escasez de habilidades sociales que se sumaron a la ceguera de sus contemporáneos (factores que determinaron, al decir de Borges, el sacrificio de la vida a la obra y el destino mortal al destino póstumo), asoma el misterio de los cambios de paradigma que dirigen el rumbo de la opinión dominante. Imaginemos el desconcierto que habría experimentado un observador ajeno al mundo del arte al comprobar el dramático giro de las elites culturales francesas, que luego de aclamar al neoclasicismo como el canon indiscutido de la legitimidad artística, pasaron a considerarlo inadmisiblemente anacrónico y de mal gusto, para reconocer a los novedosos impresionistas y abstraccionistas como los auténticos representantes de la modernidad. ¿Cómo podría explicarse nuestro imaginario testigo que el gusto de la opinión dominante tomara un rumbo diametralmente opuesto al que unos años antes lo había enamorado? ¿Por qué creyeron esas orgullosas elites, durante un período tan prolongado, que el academismo y el impresionismo eran necesariamente antagónicos y no simplemente paralelos? Y lo más grave: ¿por qué nuestro juicio individual tiende a incorporarse con tanta facilidad a la visión colectiva?
La cuestión no es tan sencilla como podría parecer, porque nuestra libertad interior está sometida a la inevitable tensión emanada, en palabras de Renán, del estado general del alma humana en una época y un lugar determinado. Dicho de otro modo, la red envolvente y poderosa de las idolatrías y paradigmas sociales nos hace difícil deslindar el impulso propio del anhelo colectivo. Es posible, incluso, que buena parte de nuestra conciencia individual sea indiscernible del imaginario social, una situación que ubica el yo humano en un punto intermedio entre el don de la naturaleza y el proyecto en construcción, creando la zona gris que explica, tal vez, la imposibilidad de lograr una obra absolutamente autónoma, como nacida de sí misma, sin influencias ni remembranzas de otros creadores.
El caso de los celebrados y revolucionarios goteos de Jackson Pollock demuestra que hasta los más audaces experimentos tienen parentescos y predecesores: vistos como una absoluta novedad en 1949 (cuando su obra llegó al gran público a través del mítico reportaje publicado en la revista Life bajo el título: “¿Es el pintor vivo más grande de los Estados Unidos?”), habían sido experimentados, sin embargo, por los surrealistas Matta y Baziotes y el muralista Siqueiros, a menudo en obras realizadas en común con Pollock cuando todos ellos eran unos humildes desconocidos. Y muchos años antes, en 1877, el crítico inglés John Ruskin acusaba a James McNeill Whistler de “lanzar un bote de pintura al rostro del público, por esparcir las manchas de oro y rojo que sugerían fuegos artificiales en el cuadro titulado “La caída del cohete”.
La copiosa y exhaustiva biografía de Pollock escrita por Steven Naifeh y Gregory White Smith destaca el papel desempeñado por la nota de Life en el ánimo de los coleccionistas que querían comprar arte estadounidense, incluido el arte de vanguardia, defendido por los Rockefeller: “esos coleccionistas buscaban consejo para adquirir obras de arte donde lo buscaban para comprar todo lo demás: en los medios de información, sobre todo las revistas. Y la revista preferida era Life (…). El problema consistía en que las necesidades de las revistas no eran las necesidades del arte. En arte, como en todo lo demás, los medios solo se preocupaban por el reportaje. ¿Era un tema visual? ¿Tenía impacto? ¿Cuál era el interés humano? No buscaban ideas ni movimientos, buscaban gente, o mejor aún, personalidades: buena apariencia, simpatía, carisma o, en caso de necesidad, idiosincrasia. Buscaban polémica. Artistas tan distintos como Salvador Dalí y Thomas Benton lo habían descubierto y habían logrado atraer la atención de los medios de comunicación, no por lo que decían sino por cómo lo decían, no por su opinión sino por su descaro. Mejor provocar cólera o sorpresa en el lector, o incluso ofenderlo, que nada en absoluto (…). Y, como percibió Clement Greenberg, buscaban triunfadores; no trabajadores entusiastas, no modelos, no jugadores de equipo, sino triunfadores. Cualquier excusa para superlativos (…). Lo que querían era el número uno, el primero y el único”.
Los comentarios sobre la obra de Pollock en los medios norteamericanos de la época, por lo general despectivos y sarcásticos antes de la nota de Life, se dulcificaron considerablemente después de su publicación. El veredicto de Robert Coates, del New Yorker, había sido despiadado: “Meras explosiones de energía al azar, y por lo tanto sin sentido”. Parker Tyler, portavoz de los surrealistas europeos, escribió en View que “la caligrafía nerviosa pero tosca de Pollock tiene un aire de macarrones al horno”, y concluía que “pese a su vigorosa sensibilidad para la materia, Pollock no parece tener demasiado talento”. Maude Riley, de Art News, terminaba su comentario con un lamento que ya se había hecho familiar: “la verdad es que no entiendo de qué va todo este asunto”; Henry McBride, del Sun de Nueva York, comparaba las obras con “un calidoscopio que no se ha agitado lo suficiente; un movimiento más, u otros dos, podrían poner orden en las partículas volantes de color… pero el espectador no está demasiado seguro de eso”. Alonso Lansford, en Art Digest, recuperaba el tono sarcástico de Tyler: “El método actual de Pollock parece que es una especie de automatismo; al parecer, deja ir el pincel cargado sobre el lienzo mientras mira fijamente hacia el cielo… Esto, junto a mucha pintura de aluminio, da como resultado un panel colorista y atractivo. Probablemente dé también como resultado el dolor de cuello más agudo desde que Miguel Ángel pintó el techo de la Capilla Sixtina”.
Pero las críticas adversas no alcanzaron a evitar la consagración de Pollock como el máximo pintor estadounidense: al impacto de la famosa nota de Life, acogida con entusiasmo por el exacerbado nacionalismo norteamericano de la segunda guerra mundial, se le sumó el apoyo de la hiperactiva coleccionista Peggy Guggenheim y el ambicioso celo del crítico marxista Clement Greenberg, conocido por su rigurosa y dogmática cruzada en favor de los pintores abstraccionistas estadounidenses y de Pollock en particular. “El arte abstracto no es otro experimento interesante –escribía–; es la dirección correcta e históricamente inevitable que debe seguir ahora la pintura (…). El único estilo significativo para esta época y este lugar”.
Tratado como “el Papa” y el “conserje” por los pintores de vanguardia, hartos de sus visitas a los estudios y de que les dijese lo que tenían que pintar, Greenberg se jactaba de haber concedido el premio, cuando actuaba como jurado, a un participante obligado a aceptar la condición de poner el cuadro cabeza abajo “porque quedaba mejor así”.
Dirigida contra dos enemigos, la hegemonía artística europea y el orden establecido en el arte norteamericano, la tenacidad de Greenberg desempeñó el rol principal en el encumbramiento de Pollock. En sus críticas en The Nation repetía enfáticamente: “El pintor estadounidense con más fuerza y el único que promete ser un gran pintor es Jackson Pollock”… “El sentido que contiene su arte es radicalmente estadounidense”… “Pollock nos dispensa en cierto modo de la necesidad de disculparnos respecto al arte estadounidense”…
Pero el rotundo triunfo de Pollock no bastó para mantener en pie su escorada autoestima:  en 1950, tan solo un año después de la nota de Life, anímicamente debilitado por la depresión, el alcoholismo crónico y el fracaso de las ventas en su última exposición, el atribulado héroe de los goteos se quejaba amargamente ante Greenberg: “Todo lo que has escrito sobre mí no me ha hecho ningún bien, y yo fui tan tonto que me lo creí”.
La atormentada vida de Pollock terminó la noche del 11 de agosto de 1956, a los 44 años, cuando condujo bajo la influencia del alcohol su Oldsmobile descapotable y lo estrelló contra un árbol. Una de sus acompañantes, Edith Metzger, murió también en el accidente, y la única sobreviviente fue Ruth Kligman, artista y amante de Pollock.
“El tema común –señalan Naifeh y Smith–, tanto de la vida de Greenberg como de su crítica, era la provocación. El que te ataquen universalmente, decía, es un signo positivo; si no estás en contra de la opinión mayoritaria, algo anda mal. Fue precisamente ese instinto provocador lo que hizo que le atrajera en un principio la insólita pintura de Pollock. Bastaba que algo fuera popular para que a él no le gustara. Tenía que encontrar un arte  sorprendente, que la gente estuviera totalmente en contra de él, y ese sería el que le gustase. Para Greenberg, Jackson y él mismo eran camaradas provocadores”.
El resultado del cruce de voces y circunstancias providenciales que confluyeron en la monumental consagración de Pollock es muy conocido: aunque en su fuero interno no sepan qué pensar de la densa trama de chorros de pintura que componen sus obras, tanto el espectador como el crítico de hoy, intimidados por el brillo avasallante de su figura, ya no se atreven a objetar un nombre al que la fama le concede un certificado de inmunidad.
Por fortuna, parecen estar pasando los tiempos en que un factótum del arte podía ordenar “la dirección correcta e históricamente inevitable que debe seguir ahora la pintura”. En efecto, el tiempo transcurrido desde las últimas altanerías de la vanguardia tuvo la virtud de calmar los ánimos y ampliar nuestra perspectiva. La declinación del inmerecido desprecio que durante buena parte del siglo pasado castigó al arte del siglo XIX fue el comienzo de la deriva que condujo hacia el juicio más equilibrado del momento actual, guiado por un sano paganismo artístico, donde Van Gogh y Bouguereau conviven armoniosamente con Sargent y Picasso. 
Para el mundo del arte y para el relevante conjunto de artistas representados en esta edición, la nueva situación es la buena noticia de esta época ingrata, porque al desaparecer los imperativos montados con el ánimo de imponer un rumbo obligatorio a las expresiones artísticas, quedan en libertad de seguir sus propias inclinaciones y de ignorar la carrera hacia el futuro y los caminos supuestamente obligatorios.
Aunque la obra de arte admite muchas interpretaciones y teorías, ninguna aproximación literaria puede reemplazar la impresión que causa su realidad física en el espíritu de un espectador seguro de su criterio personal. Se sigue de allí, tal como tardíamente observó Clement Greenberg, tal vez arrepentido de sus veleidades autoritarias, que todos los cánones de excelencia son discutibles y provisionales. Son los artistas quienes, en última instancia, deben decidir la dirección de sus búsquedas, afinar su lenguaje en el filtro de la propia sensibilidad y encontrar un propósito inspirador, tan luminoso y envuelto en las nieblas de la incertidumbre como la vida misma.

Daniel Pérez

ARTISTAS QUE INTEGRAN LA OBRA:


Abbate, Teresa
Acosta, Marta
Agatiello, Mario
Alonso, Carlos
Altmark, Patricia
Anzorena, María Andrea
Armagni, Alda
Auteri, Cristina Marcela
Baglietto, Mireya
Benenzon, Rolando
Bermúdez, Griselda
Bertani, Ernesto
Borré, Rubén
Bravo, Julio
Burone Risso, Enrique
Cabrini, Estela
Camacho, Silvia
Caputo, Mónica
Céspedes, Florencia
Cinnante, Elena
Ciurria, Mónica
Costanzo, Salvador
De Vincenzo, Ida
Di Domenica, Lydia
Díaz Di Risio, María Cristina
Díaz Rinaldi, Alicia
Distéfano, Helena
Dompé, Hernán
Dorta, Juana
Eglez, Gustavo

Elía, Jorge
Fabriciano
Farjat, Julia
Foschini, Vanda
Freydier, Cristina
Furman, Mario
Gallardo, Graciela B.
Galluzzi, Natalio
García, Ruth Patricia
Grüneisen, Isabel
Guillaume, Stella Maris
Hafford, María Teresa
Lascano, Juan
Lockett, Milo
Lopardo, Elena
Lucero Barud, Elina
Maciel, Adolfina
Maiolino, Patricia
Marcellux (Marcelo Bosque)
Marenco, Susana
Martínez Suarez, Martina
Martínez, Angely
Martinez, Manuel
Mazzei, Noemí
Merello, Silvana
Minujín, Marta
Mollard, Marta
Patrón Costas, Inés
Pereyra Anheluk, Graciela
Pérez Temperley, Marta

Pesenti, Estela
Portillo, Mónica Isabel
Reig, Lina
Rodrigo, Mercedes
Rodríguez Gauna, Beatriz
Rodriguez, Sonia
Roux, Guillermo
Saggesse, María José
Saiz Miramón De Saporiti, Patricia
Salvarezza, Luis Alberto
San Miguel, María Luisa
Santa María, Marino
Santander, Cristina
Scannapieco, Carlos
Scholz, Piroska Catalina
Silva, María Esther
Solari, Pablo
Tamanini, Norma
Terzián, Cristina
Tessarolo, Carlos
Urzi, Daniela
Urzi, Miguel
Vázquez Cuestas, Atilio
Vera, Carlos
Vergara, Marta
Villaverde, Vilma
West Ocampo, Alfredo Emilio
Wilde, Patricia
Zariquiegui, Estela
Zorrilla, Heriberto

(011) 4631-1214 / 4633-8958 / 4541-2402 - Curapaligue 60 1º A - CABA (entrevista previa)
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