Titulo: Argentina en el Arte (Argentina in Art)
Edición: Año 2002
Lugar de presentación: Centro Cultural Borges - 05/12/2002
Prólogo:
Historiar, en determinadas páginas impresas, la crónica de un arte como el de los argentinos, que sólo comienza a independizarse a mediados del siglo XX, es algo más que un desafío. El contenido del presente volumen será reflejo fiel de lo que el arte, el mayor, el que gasta mayúsculas en sus descripciones, observa y pone en práctica, con supuestos interlocutores: son las Bellas Artes, y en especial la pintura quienes con lenta evolución al principio, con su tardío empuje en los últimos tiempos, han conformado esta realidad viva que es el arte argentino. En presuntos diálogos que adoptan la forma narrativa para ser así más comprensibles, y entregar, aunque a vuelo de pájaro, un panorama de ese abigarrado mundo que todos los días despierta a la creación, sin que haya peligros ni fantasmas que los arredren. Y ese recorrido, forzosamente, hará escala en los puntos más importantes de ese itinerario, cuyo objetivo esencial es el de demostrar que ese arte de los argentinos, aún en los momentos más difíciles, se empeña en sobrevivir, y holgada y ejemplarmente lo consigue.
La Argentina. Su arte. Casi durante cinco siglos de techos bajos, de amplios espacios tendidos al sol, frescos, esperando madurar alguna vez. Con memoria de Buenos Aires del siglo XVI, reflejándose en sus anchos ríos, espejándose en el otro, ése gran río que empezó a ver crecer sus orillas después de mediados del siglo XVII, con sus calles geométricamente dispuestas, ordenadas en damero, y una que otra tardía diagonal. Allí, donde el cielo era lo que sobraba. Donde casi todo era naturaleza, tardía hasta convertirse en paisaje. Buenos Aires se prepara para dormir su larga siesta cultural, mientras la atraviesan los caprichos del Alto Perú, y la cruzan por doquier, andando el tiempo, italianos y franceses que irían formando el soñar de la ciudad, su arte. Siglos de espera, bajo las siestas provincianas, y un viento nuevo y fuerte que se está gestando y que dará a la ciudad, años y años después, perfiles únicos.
Y todo se irá congregando: de ésas uniones que parecen urdidas por el azar- pero que obedecen a las secretas leyes del corpus oculto – iría surgiendo el arte. Ambos elementos tardaron un poco en mezclarse, pero cuando se dieron a la tarea, ¡qué magníficos resultados!. Todo está aquí: sentimientos, tradiciones; lugar en el que ha nacido, vivido, crecido y muerto; costumbres, hábitos y olvidos, crianzas, olores, sombras, zonas de luz, nombres, formas de caer la luz, en suma, a todo esto le responde fielmente la naturaleza, el paisaje.
Y pintar es reproducir con exactitud los rasgos generales y particulares, de ése paisaje, crear su alma, hacer preso a su arte. A todo eso lo llamamos vida, la que nadie sabe de dónde viene y a donde va. Y todos y cada uno de sus testimonios son actos de fe, de los cuales las páginas que siguen aspiran a transmitir su esencia, su raza, su ser. Es el arte, encarnado en unas cuantas de sus manifestaciones, rastro seguro y ya imborrable.
Antecedentes y rasgos generales
1492 señala una fecha que conturbaría profundamente la marcha, el derrotero de buena parte del mundo conocido de entonces, que no alcanzaban las proporciones físicas ni las espirituales del de hoy. A partir del desembarco de Colón, se extendió un concepto no del todo justo el de llamar a América precolombina, sin tener en cuenta algo muy justo: que los cambios que este descubrimiento ocasionó en el Viejo Mundo fueron tantos, y de tanta importancia, que correspondería hablar de una Europa preamericana. Porque muchos fueron los aspectos que experimentaron el verdadero sacudón de la hecatombe de Colón, que la injusticia se extendió incluso al nombre del nuevo continente, que pasó a ser llamado “América”, como casual homenaje a otro navegante de ese tiempo, Américo Vespucio mientras que a Colón le sería reservado el honor menor de ser recordado en la toponimia de uno de los territorios de ese nuevo conglomerado, la posterior y mucho más modesta Colombia.
En lingüística se suele dar el nombre de sustrato a una especie de antecedente, social y cultural, sobre el cual se edifican finalmente las civilizaciones definitivas, o sus rasgos principales. La América española trazó muchas de sus estrategias siguiendo los lineamientos de dos antiguos imperios: el azteca en el norte, el incaico más cercano a nuestras latitudes, ya que incluso se extendió hasta algunas de nuestras actuales provincias argentinas. Y si hablamos de civilización azteca o de otra incaica, con su riqueza política, y particularmente cultural, se deben a que ambas estaban situadas sobre sus respectivos sustratos, los de organizaciones estables, con tradiciones muy antiguas y muy firmes, y con religiones muy evolucionadas, que sirvieron no pocas veces de sólidos pedestales para los logros de ambos imperios. En el territorio hoy argentino, en cambio, había culturas nómades, que vivían de la caza y de la pesca y que observaban un politeísmo folklórico, y poco o nada legaron, a su vez, a quienes históricamente los sucedieron. En contraste con aztecas y con incas (y sus distintas etnias, la quechua, la coya, la aymará, la calchaquí) que ofrecieron una tenaz y enconada resistencia al conquistador blanco, en quien vieron antes que nada al enemigo, y con el que jamás lograron entenderse. Los dos imperios, también, dada su estabilidad, fueron autores de admirables obras de arquitectura, como las pirámides en México o Machu Picchu y las terrazas de cultivo en las laderas montañosas, en Perú. Y transmitieron su rico pasado, distribuido en distintas artes, que aún hoy despiertan admiración y aplauso. Todo esto, lamentablemente, con exclusión de la Argentina, cuya cultura fue muy pobre, lo mismo que la casi totalidad del resto del continente sudamericano, con excepción de Brasil, que pertenece a una etnia diferente.
Iniciamos pues un recorrido que comienza en los orígenes y que desemboca en la actualidad. El recorrido es extenso, pero relativamente simple, y nuestro objetivo, seguir, lo más estrechamente posible, la trayectoria que han seguido las artes, en particular las visuales, dentro de las fronteras del país. Que entre nosotros alcanza una multiplicidad de expresiones que quizás sea, por qué no, la tardía reacción contra tantos siglos de lasitud y de conformismo artístico como los que hasta no hace mucho nos distinguieran.
Primera fundación de Buenos Aires
Los cielos, la tierra, las aguas, todo arde como el peor de los infiernos en ese mediodía de febrero de 1536.
- ¡Eh, los tres de la chalupa! ¡Allá atrás! ¡Cuidad de que no haga agua!
- No se preocupen Uds., que ha sido bien preparada por el carpintero de a bordo, y antes se filtraría un cabello por las junturas de las maderas, que una de esas gruesas serpientes que por doquiera pululan...
- ¿No mandará desembarcar aquí el señor Adelantado? Me huele mal tanta cosa salvaje, tanta alimaña...
- Pues sí, lo he oído mencionar a don Pedro que esta costa le parece propicia.
- ¡Eh, los grumetes, echad ese cabo a aquel promontorio, a ver si de una buena vez amarramos! Me parece un lugar propicio, y me gusta esa entradura que hace el agua, tan cercana al mar que será muy fácil recorrerla...
- ¡Mar, qué mar ni qué ocho demonios! Hace ya para veinte años que hasta en las cartas de navegación toda esa agua figura con el nombre que le diera Solís: M-A-R D-U-L-C-E, su último y único descubrimiento que hiciera antes que estos salvajes se dieran un festín con él. ¡Y dulce, a menos que le echemos sal! (Ríen todos a gruesas risotadas). Allá asoma... en el castillo de proa: es el señor Adelantado... Mala cara trae... ¡Pobre! Me parece que su muerte no está lejana... Tanto sacrificio, y tantos maravedíes cifrados en esta expedición... para qué. Porque se me da que ha de concluir en otro fracaso. ¡Pobre Adelantado!
La ruda tripulación se preparó para descender a tierra, donde ya había sido erigido el poste al que se fijaría el acta que certificaba la nueva fundación; “Puerto y ciudad de Santa María de los Buenos Aires”. Dos o tres días después, concluidas dos breves filas de chozas para que les sirvieran de vivienda, un alemán embarcado en Maguncia, Ulrico Schmidl, tomó varios apuntes en los que dibujaba las casas, a uno que otro salvaje y a los soldados, incluidos en un feroz acto de antropofagia.
- Aquí queda la semilla de las posesiones de su Majestad, don Carlos V, pero todo concluye en una ruina macabra... ¡Horror!.
- Es hora de partir; el Adelantado empeora. Incendiaremos las casas, y llevaremos con nosotros los dibujos del alemán, como prueba de lo que hemos sido capaces. Buenos Aires, la bien nacida bajo los lápices de Ulrico Schmidl, quieran ellos prosperar dentro de ti en tu futuro!!!!
Fluyen los siglos
Aunque esos dibujos, milagrosamente rescatados de la extinción y del olvido, llegaron hasta nuestros días. Pero no fueron proféticos. Casi medio siglo después la nueva Buenos Aires comenzó muy lentamente a extenderse, y su progreso fue tan lento que si hubo en sus lineamientos alguna esperanza de arte, nadie lo notó. Del rico y poderoso virreinato del Alto Perú llegaban sólo pálidos reflejos: una pieza de cerámica, una talla, una estatua, un arcángel barroco y complaciente. Las provincias de nuestro actual Noroeste fueron las más beneficiadas con ese incesante pasaje, de Buenos Aires a Lima, de carretas y otros carruajes: Salta, Jujuy, la ex San Antonio de los Cobres, Tucumán, Catamarca y La Rioja. Un Virreinato, el del Norte, dispendioso y dado a la teatralidad; mientras tanto, en las provincias Unidas del Río de la Plata - luego Capitanía General - influencias apenas asimiladas, y falta total de ejemplos de artes visuales, apenas quebradas por empeñosas tallas que se remitían de unas iglesias a otras, de una Catedral Mayor a una perdida capillita menor.
Desde Chile, donde también se había establecido tiempo antes un grupo de exploradores y aventureros, tampoco se recibieron aportes de mayor significado. Pero el caso de la hoy Argentina es significativo para un estudio que considere a algunos pueblos, así como la psicología lo hace con determinados individuos (ya el filósofo alemán Jung había aplicado conceptos similares a sus investigaciones sobre el comportamiento de los pueblos): históricamente, su caso es único. Fue la última provincia del Río de la Plata; recibió, como última de las colonias españolas, los honores de que en ella se crease una filial de la Real Universidad de Madrid; Córdoba.
Promediado el siglo XVIII, recibió la Ultima Imprenta de Niños Expósitos; en 1776 Vértiz fue nombrado titular del último Virreinato español, y se apresuró a implantar pavimentos y lámparas callejeras a la moda de Lima. Pero también fue el primer establecimiento colonial en declararse en contra de la corona española (Ferdinando VII) en 1816, y apenas tres años después la Soberana Asamblea del año XIII declaró la libertad de vientre, con lo cual se suprimió la esclavitud, que en los demás países de Latinoamérica siguió vigente bastante más (en Brasil, por ejemplo, perduró, bajo el emperador Pedro de Braganca, hasta las últimas décadas del siglo XIX).
Incuestionable, un pueblo que se comporta como el nuestro lo ha hecho, puede definirse como amante de la libertad. Entendida ésta en su aspecto público. Porque en todo lo demás, la sociedad porteña tiende a ser cerrada, tanto en sus usos como en sus tradiciones y costumbres; en arte, como se lo irá viendo, sólo comenzó a afirmar su identidad desde mediados del siglo XX.
Parecería como si la ruta desde Lima hubiese sido un pretexto de los extranjeros y de los naturales, unidos en el poderoso Virreinato, sembrarla de bellezas arquitectónicas, a su vez repletas de tesoros que después no serían igualados, como el espléndido púlpito en madera tallada dorada a la hoja, en la catedral de Jujuy (ciudad que todavía parece sobrevolar el espíritu de Lavalle), o en Yavi, un pueblito también jujeño, la colección única en su género de “Los arcángeles arcabuceros”, espléndida serie de nueve grandes óleos de espíritu hermosamente barroco, probablemente de fines del siglo XVII, una maravilla impar. Los arcángeles Miguel, Ezequiel, Rafael, Nathaniel, y otros cinco compañeros más, forman la soberbia corte que, muda desde la pared izquierda lateral de la iglesia de Yavi, ricamente enjoyados y empuñando cada uno de ellos su arcabuz, apoyado en el suelo, custodian la paz, el sosiego, el tesoro artístico y el peso de las tradiciones desde hace tanto tiempo, cuando su destino final pudo muy bien haber sido, por qué no, la iglesia Catedral de la ya capital del Virreinato del Río de la Plata.
Aunque un poco atrasadas con respecto a su ingreso al país, fueron muy eficaces las misiones jesuíticas, cuya vasta y profunda obra dejó joyas de arquitectura como la sorprendente Catedral de Córdoba, o trabajos de construcción, ornamentos con preciosas tallas, en la zona norte de la Mesopotamia, a la que dieron su nombre: Misiones. Por ser la madera muy abundante en la zona, son muy frecuentes las grandes puertas de madera trabajada, las paredes y la sobrada existencia de tallas de diversas clases, con enorme predominio de todas las religiones.
Los sacerdotes jesuitas ingresaron al país durante el gobierno de Hernandarias; radicados en un comienzo en la zona norte del Paraguay. Las peligrosas relaciones, llenas de riesgos, con los indios de Brasil (bandeirantes) los obligaron a replegarse hacia el sur, donde se establecieron finalmente. Expulsados en 1767 por orden de Carlos III, los jesuitas favorecieron hasta entonces varias e importantes empresas culturales, incluidas la música y el canto, dando primer lugar a las artes plásticas: ornamentos religiosos, tallas, telas, ménsulas y otras artesanías, que oficiarían de fecundas simientes en el porvenir. Y como parecía establecerlo esa especie de premonición del soldado de Mendoza, Ulrico Schmidl, con su obra nacida durante los breves y crueles días del desembarco.
En 1794, siendo monarca español Carlos IV, y por orden del Consulado, el rey puso bajo la supervisión del entonces muy joven Manuel Belgrano, a quién autorizó la creación de la primera Escuela de Dibujo del último de los virreinatos españoles. Fueron 59 los primeros inscriptos, número que pronto ascendería a 64, en 1799. Desde el fondo del tiempo, Ulrico sonreía.
¿Historiar la evolución de nuestra pintura desde 1810? Alguien escribió, una vez, que “Mayo no tuvo paraguas como no tuvo poetas”. Y es cierto. Llama poderosamente la atención que en los casi dos siglos de existencia nominalmente independiente, no haya habido una sola corriente de importancia que dejara sus huellas en las distintas artes, especialmente en la pintura. Algunas de sus causas han sido señaladas ya. Musical o arquitectónicamente, la Argentina tampoco ha trazado una línea o un estilo perdurables. Las artes plásticas, y sin desoir por completo las influencias de París o de Nueva York, comienzan a asumir ciertas características propias, y señaladamente, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Hasta ese entonces, París ha sido la capital del mundo, pero el cetro hace un rato que se tambalea, y no hay muchas esperanzas de que venga a parar a nuestras manos. El único movimiento original, en la historia de la pintura, lo da un grupo de artistas visuales (Eduardo Mac Entyre, Miguel Angel Vidal, Ary Brizzi y algunos otros colegas más) que llaman a sus creaciones “arte generativo”, pues se trata de pinturas cuyas formas transmiten la sensación de estar originando otro cuadro, de ser la génesis de una posterior figuración. Sólo como antecedente, aunque su obra no esté en absoluto vinculada al “arte generativo” puede citarse el “Desnudo bajando una escalera” del parisino Marcel Duchamp, pero aquí se quedó, sin hacer escuela, ni siquiera intentarlo.
La pintura argentina, a diferencia de la mexicana y de la peruana ha carecido, salvo en las primeras décadas del siglo XX, de una tradición artística local. Nuestra pintura surgió sin la fuerza del aporte indígena. Pasados algunos años desde que Belgrano se desentendiera de las actividades de la Escuela de Dibujo, fue el padre Castañeda, pintoresco personaje de la época, el que, en el convento de los Recoletos abrió otra escuela pública del dibujo, en 1814.
Comenzaron a trabajar, dejando en sus obras testimonios de la realidad social que los rodeaba, varios extranjeros que no se “acriollaron”: así, pronto fueron importantes personajes callejeros, vendedores y proveedores, plasmados en las cuidadas acuarelas de César Hipólito Bacle, Emeric Essex Vidal, Juan Manuel Blanes, Juan Leon Palliére, Carlos E. Pellegrini, Carlos Morel y Adolfo D’Hastrel. Tardíamente - en la segunda mitad del siglo XIX – desarrolló su carrera Eduardo Sívori. Apuntes al pasar, muchas veces, esas obras, notables por su espontaneidad, fijan las imágenes del aguatero, o del vendedor de empanadas, o del pescador, en cuadros que han pasado a engrosar colecciones de arte tanto privadas como oficiales. En 1896 abrió sus puertas el Museo Nacional de Bellas Artes, y poco después lo hizo la Academia Nacional de Bellas Artes, aunque se ha dedicado, en las últimas décadas, más a los aspectos edilicios de la ciudad que a sus tesoros plásticos. En 1830 llegó a Buenos Aires la primera colección, en préstamo, de obras de grandes maestros universales, con Rembrandt y Rubens entre los expuestos, pero pasó casi inadvertida para la opinión pública, que solo consideró un gran artista suyo a Prilidiano Pueyrredón, cuya pintura alcanza hoy valores muy elevados.
El siglo pasado
Como ya se lo señaló en las páginas precedentes, sólo al comenzar el siglo XX, y pese a la indiferencia del público en general, en especial, de la clase culta, surgieron las primeras asociaciones de artistas – en primera fila, los escritores, que ya habían dejado lo que Ricardo Rojas llamó con toda propiedad “la generación del 80”, con Cané, Wilde, Lucio Lopez y Cambaceres entre sus adeptos -, con el Museo Nacional de Bellas Artes y la Academia Nacional de Bellas Artes, entre quienes se fundan organismos como “Nexus”, El Ateneo” y la Sociedad de Aficionados. Muy importante resultó ser la primera exposición Internacional del Centenario, a la que concurrieron 14 países y se inauguró el Salón Nacional (Bellas Artes), que sigue en vigencia.
Durante ese primer cuarto de siglo prevaleció el llamado naturalismo academizante. Hubo también tímidas presencias del impresionismo, traído por Eugenio Daneri y Fray Guillermo Butler. Emilio Pettoruti, recién regresado de Europa, trató, sin resultado, de introducir el cubismo, y fue muy destacada la tarea que cumplieron los integrantes de la Escuela de París, según modelos ranciamente franceses. Apenas si se hicieron notar el surrealismo y un despojo a lo Giorgio de Chirico; nuestros pintores aguardaban la profunda campana que los despertara, que sonó con fuerza apenas concluyó la II Guerra Mundial, como siempre con influencia europea, y la fuerte presencia del informalismo y de la abstracción – aunque la figuración jamás desapareció por completo, creando o adoptando nuevas escuelas, estilos o modalidades.
Hacia 1930 se hace prominente la revista “Martín Fierro”, con los ya nombrados integrantes de la Escuela de París. Comienzan a destacarse con sus pinturas varios artistas, además de los ya nombrados: Antonio Berni, Lino Eneas Spilimbergo, Norah Borges y Raquel Forner. Dos amplias galerías, ambas en la vecindad de la vieja plaza San Martín, congregan a los pintores y al público de admiradores que comienzan a agruparse en torno a ellos (se trata de las galerías Muller y Witcomb). Los surrealistas (también los hay entre los escritores) se reúnen en la revista “Arturo”.
Desde entonces, las aguas del arte han transitado por sus propios y respetables caminos. Simultáneamente han ido ganando en importancia los remates de la especialidad: la Argentina ha conseguido, por el valor absoluto de sus pinturas (por ahora, los límites se ciñen a este tema) introducirse en las dos empresas más importantes del mundo, y las obras de algunos de los pintores (entre ellos, las de Antonio Berni y las de Emilio Pettoruti) alcanzaron record absolutos al ser subastadas.
Las últimas décadas han abundado en muestras y en exposiciones de toda clase, a lo largo y a lo ancho del país; solo resto desearles un destino cada vez mejor.
Globalmente considerada, la historia del arte argentino no deja de despertar el más genuino asombro. En tanto México y Perú (así sea para volver rápidamente los ojos al pasado) no han trascendido encandilantemente sus propios y nobles límites, la Argentina sí puede enorgullecerse de haberlo hecho.
El autor de éstas líneas afirmó por escrito, hace aproximadamente tres décadas, que consideraba a la pintura argentina como a la mejor del mundo, después de un largo y exhaustivo viaje de estudio y de investigación al respecto. Pues aunque permeable, y ávida muchas veces de modelos extranjeros, el argentino siente profundamente a su tierra, su pasado y su historia, y para expresarlo no necesita de alicientes advenedizos, sino que posee una sana raíz universal que hace que su pintura se destaque si se la compara con la de otras latitudes. Y esto, dejando por completo de lado lo telúrico y lo costumbrista, simples apoyos en los que se afirma la pintura de otros países fácilmente identificables.
El arte argentino es universal y de él son los copiosos y ricos frutos que tan a menudo se cosechan.
Arte argentino. Si, y rotunda se vuelve la respuesta, quizás mucho más ahora, que en momentos recientes salimos de un tembladeral, es cierto, pero no ha sido, por suerte, lo suficientemente fuerte como para aniquilarnos. Sino para darnos nuevas fuerzas, otra perspectiva de fe, un futuro cuajado en una diadema de esperanzas. La prueba ha sido brava. La respuesta, también, en lugar del silencio cómplice de algunos inseguros, que aguardaban. Pero sólo cuando el artista comprende que todo, absolutamente todo, lo material así como lo espiritual, cabe en el verbo crear, la batalla comienza a definirse, a ser ganada. Llenos de inspiración y de facultades creadoras estamos, resultados de una obra sublime y misteriosa somos, y si el Arte ha rozado – hasta con ese gesto – nuestra frente, llamados a crear también estamos. Si dentro de las coordenadas de las artes visuales me mantengo – y ese es mi propósito – debo reconocer el profundo sentimiento de admiración y maravilla que el trabajo de los artistas me produce. Porque donde antes no había nada, o una azarosa colección de heteróclitos elementos entremezclados sin orden ni concierto, veré luego surgir – según el caso del que se trate – una escultura o un paisaje, un dibujo o un grabado, algo que niega redondamente esa nada particular de la que proviene, para convertirse nada menos que en un preciado objeto de arte, como tan acertadamente los llaman los franceses.
Echemos, mientras tanto, una provechosa mirada hacia atrás. El arte, el pensamiento y la creación mundiales son figurativos. Por lo mismo que, cualquier convención recesiva que adopte. Antes, la nada, a lo sumo esa constructiva regla del espíritu destinada a transformarse en creación.
Realmente, y cuestiones religiosas aparte, es una verdadera presa dolorosa y grávida, que la historia – una de las historias – escriba que el hombre comience en el Génesis, con la creación del mundo. Antes un entrechocarse de violentos encontronazos de viento y agua, y antes de eso, el terrible silencio de Dios como única respuesta. Pero el hombre necesita, exige saber. Tan como espléndidamente lo ha anotado, a fines del siglo XIX, el hondo Paul Gauguin al pie de las tres hojas de ese espléndido tríptico que se custodia en el museo de Boston, queremos que, de una vez, se nos conteste: ¿Qué somos?, ¿De donde venimos?, y ¿A dónde vamos? Siglos y siglos de ciencia, de relaciones, de avances, de progresos, de investigaciones y demás etcéteras por el estilo no han comenzado siquiera a desbrozar los pétalos más frágiles de esa archivalente flor. Generaciones y más generaciones de sabios, de nigromantes, de magos, de videntes, de adivinos se han sucedido sobre la faz de la tierra, y el misterio sigue tal como ha llegado desde las oscuras raíces del tiempo.
La ciencia ha desarrollado progresos y descubrimientos que han llegado a rozar los siempre perplejos collares de la muerte, pero los enigmas por ellos despertados, conservan toda su vigencia. Sólo el arte parece sobresalir de tanta madeja de hecho futuro, y todavía por encontrar su respuesta. Sólo el arte, encima del cual están Dios y los Sagrados Misterios de la Tierra, como se dio una vez en llamar al planeta que todos habitamos. ¿Estarán en el arte, en su esencia?
Conclusiones
Muchas, variables y plurales fueron las aguas en su fluir, debajo de los puentes que nuestra fantasía quiera levantar, desde aquel “dibujo-bautismo” que tuvo a Buenos Aires por eje. Y que ni soñaba, en aquel atardecer de lluvia y lodo, con las cosas que el futuro habría de traerle.
Los dibujos de Schmidl - casi no hay manual de historia que no nos incluya a manera de ilustración “princeps” – mostraban ya a una de las artes que, con el andar del tiempo, se apoderarían de aquellas tierras vírgenes, entonces ignoradas, son una especie de anticipo de lo que, siglos mediante, se convertiría en uno de los pilares del arte de ése país, todavía por ser fundado. Soledad y desolación (dos hechos que no conviene confundir, ni tampoco unificar) estuvieron también presentes mientras descendían las sombras del crepúsculo.
La deducción se impone: a la desolación, ese fenómeno colectivo que embarga los ánimos quitándoles la iniciativa, se la vence con el trabajo solitario, tenaz, mirando sólo hacia adelante. Varias son las veces en las que el país se ha visto ante encrucijadas que parecían imposibles de ser franqueadas. Sin embargo, también una y otra vez con el espíritu en claro, han sido sus artistas los más directamente comprometidos en su salvación.
Hoy – estas semanas, estos meses – han golpeado con insistencia en las aldabas de la desconfianza, del culpable “laissez faire”, o del tan argentino refrán coloquial, “ya vendrán tiempos mejores”. Pero los tiempos mejores son éstos, están aquí, y un puñado de valientes (pintores, escultores, grabadores y otros artistas) han vuelto a sus talleres, y se disponen a dar una batalla sin cuartel contra el pesimismo. Algunos de ellos – y el ejemplo habrá de cundir – figuran enjoyando parte de las páginas del presente libro. Que va siendo escrito con los ojos puestos en la esperanza, en recobrar lo que siempre fue nuestro, y alguna vez – aunque no por largos plazos – nos vimos obligados a soslayar.
La respuesta estará dada por más pinturas, más dibujos, más grabados, más esculturas, y también por más cuadros que hagan de la circunstancia histórica por la que estamos atravesando eso, algo pasajero, de lo cual extraer nuevas fuerzas y llegar victoriosos a destino. Otras veces lo hemos hecho. Somos los mismos de ayer, de mañana, de siempre, y con nuestros esfuerzos, con nuestros sueños y con nuestras fantasías está hecho lo que, sin ditirambos, ni exageraciones, llamamos Nuestro Arte, que es también nuestra recompensa y nuestra justificación.
César Magrini - Escritor y Crítico de Arte.